Juan Cigarría y Julio Martínez
Partido Comunista de España (PCE) en La Rioja
Una ley aprobada en 2022 por el Parlamento de La Rioja, a propuesta de IU, reconoce el 22 de julio como Día de las Víctimas del Franquismo Institucional. Desde entonces, no se ha hecho nada. Ni actos oficiales, ni placas, ni reconocimiento real. Ni PSOE ni PP han cumplido una ley que debería honrar a quienes fueron asesinados por defender la democracia. No es olvido: es desprecio deliberado.
En su disposición adicional cuarta esa ley obliga al Gobierno de La Rioja a realizar cada 22 de julio un acto institucional en homenaje a las personas represaliadas por el franquismo, e instalar un monumento conmemorativo en un lugar céntrico de Logroño. Nunca se ha hecho. Ni una flor. Ni una palabra. En esta democracia, el silencio es política de Estado cuando se trata de las víctimas del fascismo español. A los muertos incómodos se los entierra dos veces: primero en las cunetas, luego en el olvido. Mientras tanto, en este país, las víctimas del terrorismo tienen —como debe ser- reconocimientos públicos y políticas activas de memoria. Pero las víctimas del franquismo, que se cuentan por miles en fosas, en cárceles, en campos de concentración y en el exilio, siguen siendo víctimas de segunda. ¿Dónde están sus nombres en los memoriales institucionales? ¿Dónde están sus familias en los actos oficiales? ¿Dónde está la justicia?.
La respuesta es sencilla, están donde siempre las ha querido el régimen del 78, el estado posfranquista: en el silencio. Porque en España la impunidad no es un error: es un pacto. La famosa Transición no fue un proceso ejemplar, sino un acuerdo de silencio entre verdugos y herederos. Por eso el franquismo no fue juzgado. Por eso el rey Juan Carlos fue designado por el dictador. Por eso hoy siguen existiendo calles, medallas y honores a criminales fascistas, y por eso las leyes de memoria se aprueban para la foto, pero no se aplican. Y si hay un ejemplo escandaloso de esta hipocresía institucional, lo tenemos en la propia capital riojana. A día de hoy, el nombre del carnicero de Badajoz, el general franquista Yagüe, sigue presente en nuestros espacios públicos. Gobierne quien gobierne —PSOE o PP—, ninguno ha tenido la voluntad política de eliminar ese homenaje indigno a un criminal de guerra. No es un olvido casual, es una elección consciente: se protege más la memoria de los verdugos que la dignidad de las víctimas.
Hace unas semanas, representantes del Estado español —incluido un Borbón— acudían con gesto solemne a homenajear a las víctimas del nazismo en Europa. Pero ¿cómo se puede hablar de memoria histórica en Auschwitz mientras se ignora a los asesinados en La Barranca? ¿Cómo se puede condenar el fascismo europeo y mirar hacia otro lado cuando se trata del fascismo patrio?. Esa misma lógica perversa es la que permite que hoy, el Gobierno español —con el apoyo de partidos que se autodenominan progresistas— mantenga relaciones comerciales y militares con el Estado de Israel. Mientras Gaza se convierte en un cementerio de niños, mientras el sionismo practica un genocidio en directo ante los ojos del mundo, nuestras instituciones callan, comercian y justifican. ¿De qué sirve entonces tanto discurso sobre los derechos humanos? ¿Qué valor tiene una democracia que olvida a sus muertos y se lava las manos ante los muertos de otros?.
Este 22 de julio no es solo una efeméride más. Es un recordatorio de que en esta tierra hubo miles de personas asesinadas, encarceladas, torturadas y perseguidas por defender la libertad, la justicia y la dignidad. Es un recordatorio de que su memoria sigue siendo incómoda para los poderosos, precisamente porque esas banderas aún siguen vigentes. Porque quienes lucharon contra el fascismo no murieron para ser nombres en una placa, sino para construir una sociedad donde no fuera posible el olvido ni la impunidad.
Pero esta impunidad no se sostiene solo desde arriba. También es posible por la pasividad creciente de una sociedad civil desarmada política y moralmente. La resignación se impone como norma, la indiferencia como escudo frente a las injusticias. Se ha sustituido la participación democrática por el voto cada 4 años y la movilización por el hastío. La democracia institucional se presenta como suficiente, aunque no garantice ni memoria, ni justicia, ni derechos fundamentales. Mientras los crímenes del franquismo siguen impunes y los símbolos fascistas intactos, nos piden que confiemos en una democracia que no responde al pueblo, sino a los intereses del capital. Esa desconexión entre lo que se dice y lo que se hace es la prueba más clara de que necesitamos mucho más que reformas: necesitamos una ruptura democrática real. Por eso hoy, ante tanta mentira institucional, solo cabe una respuesta: levantar la bandera de la verdad. Exigir justicia. Exigir reparación. Exigir que se cumplan las leyes y que se honre a quienes dieron su vida por la libertad.
Y hacerlo con la convicción de que no hay democracia plena sin memoria. Que no habrá justicia mientras los asesinos sigan teniendo calles y medallas. Que no habrá paz mientras los pueblos del mundo —de Gaza a Logroño— sigan siendo masacrados por los mismos intereses de siempre: los del capital. La memoria histórica no es un gesto simbólico. Es un acto de justicia. Y solo tendrá sentido si va de la mano de un proyecto de transformación real: una República al servicio del pueblo, que recupere la soberanía secuestrada, que ponga los intereses de la clase trabajadora por encima de los del IBEX 35.
Que la memoria de quienes fueron enterrados sin nombre en las fosas sea la llama que ilumine nuestra lucha. Solo recuperando una democracia auténtica, en forma de República, podremos romper el pacto de olvido y construir un futuro donde la justicia y la dignidad estén por encima del poder económico. Que el 22 de julio no sea solo un día de recuerdo, sino el símbolo vivo de la resistencia obrera y popular.