Por Juan Cigarría y Miguel Galán
PCE La Rioja
Originalmente publicado el 19 de septiembre, 2025 en La Rioja.
La polémica abierta estos días en el IES Sagasta de Logroño a raíz de la prohibición del uso del velo islámico, ha puesto sobre la mesa un debate que va mucho más allá de la prenda en cuestión. Parece evidente para cualquier sociedad democrática que el verdadero problema no es el hiyab, ni siquiera el reglamento interno de un centro, sino la ausencia de un modelo claro de escuela pública plenamente laica, libre de cualquier injerencia religiosa. Indudablemente mientras esa cuestión siga pendiente, continuaremos atrapados en discusiones que generan división social, discriminación e inseguridad jurídica.
Es un hecho que el Estado español, a pesar de proclamarse aconfesional en la Constitución, sigue manteniendo privilegios intolerables a la Iglesia católica. La asignatura de religión continúa ocupando horario lectivo, financiada con dinero público e impartida por profesorado designado por los obispados. Y no solo eso, otras confesiones minoritarias han reclamado el mismo derecho y así se les ha reconocido, habiendo hoy hasta tres religiones presentes en centros educativos públicos, con sus respectivos docentes religiosos pagados por todos. De este modo, la escuela se convierte en un campo de batalla confesional en vez de un espacio común de conocimiento, ciencia y libertad de pensamiento.
El caso del Sagasta es solo un reflejo de esa contradicción. Unos apelan a la neutralidad para prohibir un símbolo personal, mientras otros denuncian discriminación. Pero esa neutralidad sería real si se aplicase a todo: si en lugar de discutir sobre el pañuelo de una alumna, expulsáramos de raíz la religión del currículo, de los espacios y de los recursos públicos. Porque la verdadera laicidad no consiste en prohibir a las personas expresarse, sino en garantizar que la institución escolar pública no sea instrumento de ninguna creencia particular.
No podemos olvidar que la escuela pública es un derecho colectivo de la clase trabajadora. Es el lugar donde niñas y niños, independientemente de su origen, credo o condición social, deberían acceder al conocimiento en igualdad. Permitir que las religiones, cualquier religión, tengan presencia institucional dentro de las aulas rompe esa igualdad. Significa sembrar separaciones, consolidar privilegios y perpetuar la lógica de que hay ciudadanos de primera y de segunda según su fe.
El discurso dominante intenta convencernos de que la religión en la escuela responde a la libertad de las familias. Pero la libertad real no es elegir entre catecismo o valores, sino que todos reciban una educación común, crítica y científica, que les permita después decidir libremente su fe en el ámbito privado. La libertad de conciencia se defiende mejor asegurando una escuela laica que manteniendo dogmas en una institución pública.
La hipocresía es evidente, la juventud puede ser expulsada o señalada por llevar un pañuelo, pero ningún gobierno se atreve a retirar los crucifijos que siguen colgados en muchas aulas, ni a eliminar los conciertos educativos con órdenes religiosas, ni a poner fin a la materia confesional. El conflicto sobre el hiyab se convierte así en una cortina de humo que oculta lo esencial: seguimos pagando con impuestos las creencias particulares de cada colectivo.
Una sociedad democrática y plural necesita una escuela pública laica, gratuita y universal, donde la diversidad personal sea respetada, pero donde ninguna creencia se confunda con la función educativa. Solo así evitaremos que casos como el del Sagasta se repitan una y otra vez, manipulados por quienes pretenden usar la religión, sean mayoritarias o minoritarias, como arma política.
El camino es claro: derogación de los Acuerdos con la Santa Sede y con otras religiones, eliminación de la Religión del currículo, retirada de los símbolos confesionales de los centros y fin de los conciertos educativos con entidades religiosas. Eso es defender la verdadera neutralidad y la verdadera libertad. Todo lo demás son parches que solo alimentan polémicas interesadas.
La cuestión no es discutir sobre pañuelos mientras se mantiene intacta la influencia de la Iglesia y de otras confesiones en la enseñanza. El verdadero reto es acabar de una vez con los privilegios religiosos en la escuela pública y garantizar un sistema educativo laico, común y emancipador al servicio del pueblo.
 
                            



